Breve historia de la Consciencia - Gérard Chinrei Pilet

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BREVE HISTORIA DE LA CONSCIENCIA
La consciencia original, también llamada rostro original o espíritu de Buda, es fundamentalmente libre y, entre las libertades que tiene a su disposición, está la de identificarse o no identificarse.

Su condición natural, aquella en la que puede ser plenamente ella misma, es la de no identificación, la de no permanecer en nada, no «apegarse a nada y no rechazar nada».

Sin embargo, es libre de identificarse con el cuerpo y la mente y experimentar lo que esta condición limitada tiene que ofrecer en cuanto a júbilo y sufrimiento: júbilo de creerse autónomo, dotado de voluntad propia y poder personal; sufrimiento de sentirse separado de los otros y del mundo, y experimentar la amarga frustración que la aparición de la pulsión del apego engendra inevitablemente. 
Cuando, harta de ese vaivén de júbilo efímero y sufrimiento/frustración repetitivo y contrariada por que la búsqueda de beneficios, amores, éxito, diversión, no haya llevado a la felicidad estable y profunda que se esperaba, vuelve a la búsqueda espiritual, ésta le revela de inmediato que no hay unión posible entre la felicidad estable y la convicción de ser una entidad separada.
Al practicar la Vía de manera asidua, llega un momento en que la consciencia reconoce que ella misma es la felicidad estable y profunda que se busca en los objetos exteriores y que esta búsqueda en sí constituye el gran obstáculo para su realización.

En este punto, es cuando se comprende de verdad mushotoku   y se puede entrever realmente su poder espiritual: no hay nada que buscar, ni codiciar, todo está ahí: paz, felicidad, plenitud, en el seno mismo de la consciencia, en apariencia fragmentada por la identificación con lo que Buda llama «los cinco agregados de apropiación» y de los que nos sugiere observar que «ése no soy yo, esto no es mío, ése no soy yo y esto no es mío» (aparentemente fragmentada, porque la consciencia en tanto que tal no puede fragmentarse nunca, al igual que un espejo no se ve afectado por las características particulares de los objetos que se reflejan en él).
Cada vez que la consciencia abandona la identificación, vuelve a su grandeza original; cada vez que, por la fuerza de la inercia y el hábito, se identifica, se aleja de nuevo y vuelve a caer en las turbulencias del samsara.

Al principio del proceso de evolución, la consciencia no está acostumbrada a permanecer en sí misma y el deseo de aventurarse por los caminos del samsara la sigue seduciendo por momentos: la fascinación por tal o tal fenómeno, los viejos hábitos de apego o rechazo, el surgimiento repentino de deseos evitados en las capas profundas del subconsciente que nos sorprenden con su intensidad y el vigor aún intacto de su poder de atracción; aunque nos creamos liberados de una vez por todas de «ese tipo de cosas». Sin embargo, la perseverancia en la práctica y el aumento de la frecuencia de los períodos de no identificación actúan de manera que la consciencia se siente cada vez más cómoda en sí misma y en tanto que sí misma.

Entonces, puede toparse con numerosos fenómenos y enfrentarse a las situaciones a veces dolorosas de la vida cotidiana sin verse alterada de manera duradera. Su capacidad de provocar sufrimiento se disipa bajo los efectos salvadores de su luz, esa luz tan bien descrita por Koun Ejô en su Kômyôzô Zanmai (El samadhi del tesoro de la luz maravillosa).

En ese momento, en lugar del sentimiento de carencia tan característico de una consciencia confundida con las identificaciones, un sentimiento de tranquilidad y felicidad serena se desprende del trasfondo de nuestras vidas a la vez que aflora en nuestras actividades y relaciones. Éstas, anteriormente condicionadas por la ilusión de la separación y las expectativas egóticas que resultan de ella (por ejemplo, interesarse por los demás solo cuando queremos obtener algo de ellos y mostrarnos indiferentes u hostiles cuando no pueden sernos de utilidad), se transforma por el descubrimiento de que el universo que percibimos como exterior existe, de hecho, en el interior de nosotros mismos, en ese «nosotros mismos» que se amplía hasta alcanzar la vastedad de la consciencia original.

Y es así como, cuando la consciencia vuelve a su fuente, emergen de forma natural el amor incondicional y la compasión desinteresada: el amor/compasión se unen a la sabiduría/desapego y uno y otro resultan ser las dos caras indisociables de la misma realidad infinita.

Gérard Chinrei Pilet (Noviembre de 2019)

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